Las huellas del Camino de Santiago

Dedico esta mirada a la experiencia vivida durante el Camino de Santiago, organizado por la Delegación episcopal de Juventud del obispado de Jaén desde el día 22 hasta el día 29 de julio, con un profundo agradecimiento a las 53 personas con las que he tenido la oportunidad de compartir camino y vida durante estos días.

Todo camino comienza cuando te propones llegar a una meta, y termina cuando vuelves a retomar la vida ordinaria. Por eso, el Camino de Santiago, como cualquier camino, también tiene su propia meta: abrazar la imagen del Apóstol Santiago, que se encuentra presidiendo el altar mayor de la Catedral de Santiago de Compostela. Y después nos toca volver a la cotidianidad del día a día, a la rutina del quehacer diario. Pero en nosotros queda la experiencia de haber seguido las huellas de esa ingente cantidad de peregrinos que, durante siglos, han acudido a la ciudad del Apóstol transitando por el Camino del Norte. Hombres y mujeres que han recorrido antes que nosotros esos derroteros para encontrarse con los restos de uno de los apóstoles que, junto con Pedro y Juan, estuvieron con Jesús de Nazaret en los momentos más decisivos de su vida.

Recorremos el mismo trayecto, pero no todos hacemos el mismo camino. Es más, adaptando la famosa frase de Heráclito, se puede decir: “ningún hombre puede recorrer dos veces el mismo camino”. Porque el Camino de Santiago no solo es el lugar físico y exterior por el que transitamos, o incluso algunos nos vemos abocados a arrastrarnos” por la fatiga y los dolores; sino que, sobre todo, se trata de un camino interior, un camino hacia nosotros mismos y nuestra propia realidad. La belleza del paisaje y la soledad de todo caminante; la oscuridad de la noche y el despuntar del alba; el calor asfixiante, la llovizna continua y el frío momentáneo; la estrecha vereda y la interminable carretera; la cuesta que fatiga y la pendiente que no termina; la conversación agradable y el silencio abrumador; el cansancio con sabor a derrota y el esfuerzo con sensación de victoria… todo en el Camino nos permite recorrer ese sendero hacia lo profundo, en el que nos encontramos con nuestra “mismidad”, con nuestro “yo”, con la paradoja  de nuestra debilidad y la grandeza de nuestro corazón. Por eso, al final, el Camino es una experiencia del cuerpo pero que alimenta el alma y se vive en el espíritu.

El Camino se puede hacer de muchas maneras: solo o en grupo, con mochila o sin ella, en zapatillas o en botas, con bastón o sin él… Nosotros hemos tenido el privilegio de hacer el Camino en grupo. Y hacer el Camino con un grupo de 54 persona nos ayuda a descubrir especialmente que no estamos solos en el camino de la vida. Muchas personas pasan a nuestro lado, pasan por nuestra vida, dejando apenas la estela de unos pocos metros recorridos juntos. Pero hay otras personas que sí hacen camino contigo, porque caminan a tu lado y están dispuestas a reducir su marcha por ayudarte. Entonces te das cuenta de que esa persona forma parte de tu vida. Su presencia es algo más que una raya en el agua. Está para quedarse y, aunque a veces se adelante o se atrase, en muchas ocasiones caminamos juntos. Tú sabes que esa persona está ahí, en tu camino, y tarde o temprano os volveréis a encontrar. Porque él ha sido tu compañero, tu amigo, el peregrino que ha estado a tu lado en momentos difíciles, y que volverá a estarlo.  

No se puede aplicar al Camino de Santiago los célebres versos de Antonio Machado: “Caminante, no hay camino, se hace camino al andar”. Porque este camino está trazado, y bien trazado, donde nosotros hemos seguido las huellas de otros y añadido la impresión de nuestra propia huella. No obstante, lo más importante no ha sido la huella, sino las huellas que ha dejado el camino impresas en nuestra vida y en nuestro corazón. En nosotros queda la huella de los compañeros de camino y, sobre todo, la huella del Caminante de Emaús que, una vez más, ha querido hacerse el encontradizo y nos ha permitido encender nuestro corazón con su Palabra, abrir nuestros ojos con su Pan, sosegar nuestras almas con su Amor y sostener nuestra esperanza con el gozo de saber que siempre, pase lo que pase, Él camina a nuestro lado durante todo el día y se queda con nosotros en las tardes de nuestra vida.

Os dejo con un poema de la escritora francesa Sylvie Germain sobre la experiencia de la tarde de Emaús:

La tarde cae, la tierra y el cielo pronto van a confundirse,
lo visible va a disolverse y lo invisible a respirar
en las sombras que se mueven.

La tarde cae, los ruidos de alrededor van acallarse,
el silencio aflora como un agua gris y lenta
donde las voces ondulan con ecos inesperados.

La tarde cae, los cuerpos cansados por la fatiga reposan,
se refrescan, y vuelven a sentir sensaciones confusas
emocionadas.

La tarde cae, propicia a la escucha y al sueño;
la conciencia puede ponerse en vela
la atención desligarse y vagabundear con toda libertad,
expansionándose “distraída”,
y divertirse entre las sombras.

La tarde cae, “quédate con nosotros”, tú,
el desconocido encontrado en el camino,
y que habla de manera tan extraña.
Quédate con nosotros,
en este espacio indefinido del ocaso donde todo puede suceder.   

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