Tres detalles de las Fiestas de Navidad

Durante estos días de Navidad y Año Nuevo he detenido mi mirada en tres detalles que tienen que ver con nuestra particular manera de vivir las fiestas navideñas y que me han hecho reflexionar sobre el declive de nuestras costumbres y la deriva de nuestra sociedad.


El primer detalle ha sido el hecho de retomar la costumbre de ir cantando villancicos por las calles de Jamilena y llevar la imagen del Niño Jesús a los ancianos y enfermos. ¡Fue precioso! El silencio de la noche roto por el canto de los villancicos de siempre al son de guitarras, panderetas, cascabeles, botellas de anís, tambores, zambombas y castañuelas. Pero, sobre todo, fue hermoso contemplar el rostro de los ancianos y enfermos con la imagen del Niño Jesús en sus brazos. En sus ojos se podía descubrir el verdadero espíritu de la Navidad, el nacimiento del Emmanuel, del Dios que sale al encuentro del hombre. Sin duda, ellos vivieron y nos han ayudado a vivir un poco más y mejor estos días.

El segundo detalle tiene que ver con nuestra manera de felicitar. Acabamos de pasar la Navidad y estrenar el año 2018. Por eso, durante estos días no han dejado de llegarnos mensajes de buenos deseos y felicitaciones a través de las distintas redes sociales, de incontables WhatsApp que agotan la memoria de nuestros teléfonos y, raramente, de algún que otro SMS o correo electrónico. Muchos aprovechamos la oportunidad que nos ofrece la celebración de la Navidad o del nuevo año para felicitar a esas personas que forman parte de nuestra “lista de contactos”: familia, amigos, conocidos... Y da gusto poder ver cómo, aunque sea una vez al año, alguien te tiene en cuenta para mandarte un mensaje, aunque sea como parte de una lista.

Ahora bien, en este detalle, precisamente, también podemos descubrir el grado de frialdad al que hemos llegado en nuestra sociedad. Poco a poco se ha reducido el contacto con una persona y nuestra felicitación a un mensaje, corto o largo, pero en la mayoría de los casos genérico. Y es entonces cuando recuerdo que, de modo especial durante estos días, se tendría que hacer realidad aquel deseo del poeta: «Sin palabras, amigo; tenía que ser sin palabras como tú me entendieses» (José Hierro, del poema Respuesta). Porque son días para encontrarse, para estar unidos más allá de las simples palabras.

Durante muchos años he podido acompañar el nacimiento de mi casa con numerosas postales navideñas. Cuando las recibía en ellas siempre percibía algo más que un mensaje de felicitación. Con cada postal sabía que la persona me había dedicado un poco de su tiempo, que había estado en su pensamiento algo más que un “copia y pega” y que se había esmerado en dedicarme unas palabras a mí, con mi nombre y apellidos, y no como parte de un listado “anónimo” en el que soy uno más. ¿No te ha pasado a ti lo mismo? Piensa en la cantidad de mensajes que has recibido en los que ni siquiera aparece tu nombre.

En la era de la comunicación, una vez más, se pone de manifiesto que nos comunicamos, pero que cada día, sin darnos cuenta, nos estamos alejando unos de los otros. Y lo que tenía que convertirse en un medio o puente de comunicación y encuentro entre nosotros, desgraciadamente, se ha convertido en todo lo contrario: un muro de separación. Es más, se trata de un fenómeno nuevo en nuestros hábitos que incluso se le denomina en inglés phubbing. En este sentido, las nuevas tecnologías están sirviendo para acercar a los lejanos y alejar a los cercanos. De hecho, a lo largo de estas fiestas estoy seguro de que muchas personas han podido felicitar a sus seres queridos que se encuentran en el extranjero a través de videoconferencias. Pero también estoy seguro de que, en muchos hogares, durante las comidas y cenas de estos días, nos hemos encontrado con personas que, sentadas a la misma mesa, han estado más pendientes de su teléfono móvil que de los comensales.  



¡Qué pena! Se pierden las postales navideñas y hasta la breve llamada telefónica. Se desvanece, en definitiva, la comunión; esa verdadera unión que se vive y se siente más allá de las simples palabras y que se expresa con la mirada, la voz y la presencia. Obviamente, agradezco cada una de las felicitaciones que he recibido, pero prefiero la que lleva mi nombre, la que llega en un sobre nominado y la que se escucha por teléfono. Porque las nuevas tecnologías están muy bien para muchas cosas, pero nunca van a poder suplantar la cercanía de unas mejillas que se rozan, unas manos que se estrechan o unos abrazos que se funden.

El último detalle que me ha llamado la atención de estas navidades está relacionado con las nuevas ideas para la Cabalgata de los Reyes Magos. Ya me parece lamentable que Papa Noel esté suplantando a los Reyes, pero todavía me parece más deleznable que se juegue con su identidad en algunas ciudades y pueblos de nuestro país. No puedo entender que Melchor, Gaspar y Baltasar, que recuerdan a aquellos Magos de Oriente que adoraron al Niño de Belén, acaben siendo una “drag queen”, una cabaretera y un travesti. No, no y no, rotundamente no. La ideología no puede emponzoñarlo todo. Con la ilusión y la bondad de los niños no se juega. Porque no solo se trata de desnaturalizar una tradición cristiana, sino de adoctrinar, confundir y manipular a los más pequeños y vulnerables. Y a eso no hay derecho.



Quizás me esté haciendo mayor y mi forma de ver las cosas sea discutible, pero me quedo con las Navidades de belenes, villancicos, tarjetas navideñas y los Reyes Magos de siempre; no porque piense que “cualquier tiempo pasado fue mejor” (Jorge Manrique), sino porque me parecen más auténticas, sentidas y significativas.

Termino con un poema-oración de José García Nieto, con el que eleva una súplica a Dios por esta sociedad que sólo se acuerda de Él solo en estas fechas navideñas, con el deseo de que, al menos, no sea olvidado en esta ocasión:

Ámanos desde ahí,
perdónanos desde ahí;
sé desde ahí espejo de nuestro mejor ademán,
arroyo donde nuestros puentes amparen  la fiel evidencia
de tu reino,
cerro de oro crecido sobre la más sobrecogedora humildad,
cáliz abierto de rosa esperada,
hondón de ternura donde una crisálida amanece,
botón y ascua,
y palabra prometida que roza el oído del mundo,
y luz que entra de puntillas en la catacumba olvidada,
y estandarte que se alza brillando con el santo y seña de tu nombre.
Deja que se alegren los hombres, y hasta que celebren ciegos y mudos tu Nacimiento,
como una lluvia que les alivia sin saber de qué nube descienden sus labios reparadores;
como una caricia que dobla la esquina donde no esperábamos la amistad.
Deja que ellos te guarden, un poco más tarde, en un cajón silencioso,
y que puedas salir un día,
un día al año, tan sólo, Señor,
a poner un poco de peso, o todo el peso del mundo,
en algunas casas, o en muchas casas,
en las infinitas casas de todos los hombres,
en los infinitos desamparos donde deberían tener casa todos los hombres.

(Versos para la Navidad, Magister de Pigmalión, Madrid 2016, 182-183).




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